LA ALQUIMIA DE LOS DÍAS [A modo de prólogo]La bitácora [que hojeas] comenzó a gestarse una noche fría de invierno cuando contemplaba las estrellas esparcidas [aparentemente, al azar] por un cielo profundo y limpio, miles y miles de millones de estrellas imperturbables a los fines de los hombres en este diminuto planeta [que no es sólo nuestro y que además conoce su destino: el cuándo le alcance depende de la medida de nuestra Estupidez, de nuestra Codicia, de nuestra Soberbia, de la medida de nuestro Ego, de nuestro Antropocentrismo idiota, ciego y extremadamente predatorio.] El Hombre camina [como puede] bajo esas estrellas porque no sólo le espolea el hambre o la sed [esas nobles necesidades], sino también porque hay sed y hambre de verdad y conocimiento [de sí mismo, de los otros, de lo cognoscible y de lo que no lo es.] La curiosidad es indispensable para sobrevivir. Es caminante, peregrino, viajero y lo es tras una estela inasible y abandonando sutiles huellas [o versos, tal vez, inútiles] por doquier que el mar del tiempo se llevará a no sé dónde ni cuándo [como estas mismas palabras que ahora y aquí escribo: un mensaje en una botella.] Es la alquimia de los días, al crepúsculo, el oro de Ulises. Los días pasan y segregan, depuran al menos dos versos mal rimados: del plomo de la realidad vivida, de las horas de cinc, de las visiones de azufre de la vigilia, del lapislázuli del sueño. Se subliman en oro converso, en gotas contables, en uno, dos o cuatro versos significantes de lo insignificante, de las cosas pequeñas que son, que nos pasan. Se transmutan en materia poética: en conjunción, las palabras y los días... Invierno, 2005 | Daniel Espín López
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jueves, abril 28, 2005
LOS SIGNOS PUROS (O de la paradoja de comunicarse)
El indivisible relámpago, la lluvia ácida sobre los cráneos de los muertos. El trueno sin palabras. Las hojas de hierba que tiemblan en los viejos libros. Los perros desolados que ladran bajo el eclipse. Los versos que escribo, como escriben los caídos en desgracia, cuando no late cerca un corazón elocuente, cuando no laten los nombres de los ya nadie a bordo de barcos fantasma, que doblan el cabo de Hornos para siempre. Adiós, muchachos...
Cuando no es ni callarse, ni decir. El rostro de los árboles en otoño sinceramente estalla: sin más protocolo.
[Te ruego me hables igual que la luz habla en limpios arpegios con el río, sino más vale que guardes hondo silencio. Sella el umbral, cuando salgas.
Prefiero la verdad. O la derrota de la nada en el espejo.]
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