LA ALQUIMIA DE LOS DÍAS [A modo de prólogo]La bitácora [que hojeas] comenzó a gestarse una noche fría de invierno cuando contemplaba las estrellas esparcidas [aparentemente, al azar] por un cielo profundo y limpio, miles y miles de millones de estrellas imperturbables a los fines de los hombres en este diminuto planeta [que no es sólo nuestro y que además conoce su destino: el cuándo le alcance depende de la medida de nuestra Estupidez, de nuestra Codicia, de nuestra Soberbia, de la medida de nuestro Ego, de nuestro Antropocentrismo idiota, ciego y extremadamente predatorio.] El Hombre camina [como puede] bajo esas estrellas porque no sólo le espolea el hambre o la sed [esas nobles necesidades], sino también porque hay sed y hambre de verdad y conocimiento [de sí mismo, de los otros, de lo cognoscible y de lo que no lo es.] La curiosidad es indispensable para sobrevivir. Es caminante, peregrino, viajero y lo es tras una estela inasible y abandonando sutiles huellas [o versos, tal vez, inútiles] por doquier que el mar del tiempo se llevará a no sé dónde ni cuándo [como estas mismas palabras que ahora y aquí escribo: un mensaje en una botella.] Es la alquimia de los días, al crepúsculo, el oro de Ulises. Los días pasan y segregan, depuran al menos dos versos mal rimados: del plomo de la realidad vivida, de las horas de cinc, de las visiones de azufre de la vigilia, del lapislázuli del sueño. Se subliman en oro converso, en gotas contables, en uno, dos o cuatro versos significantes de lo insignificante, de las cosas pequeñas que son, que nos pasan. Se transmutan en materia poética: en conjunción, las palabras y los días... Invierno, 2005 | Daniel Espín López
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jueves, mayo 19, 2005
A VECES CREO QUE HE OLVIDADO LLORAR
A solas en el apagón desde la butaca,
delante de nadie como acostumbras,
a oscuras pensabas en tantas cosas, en tantos. De fotograma en fotograma se proyectan en la pantalla en blanco y cielo como nubes sin memoria.
Pero tarde lo descubres, ¿no te acuerdas? Te extirparon los lagrimales como a un seco edipo, cuando un día prometiste solemnemente lejos exiliar al dolor mismo para siempre en una atlántida hundida.
No sé, a veces me arrepiento, como ahora. Quisiera saber, por mi reino, descolgar del muro del castillo al foso al menos un testimonio que por supuesto nadie advierta.
Tal vez purifique como el fuego.
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