LA ALQUIMIA DE LOS DÍAS [A modo de prólogo]La bitácora [que hojeas] comenzó a gestarse una noche fría de invierno cuando contemplaba las estrellas esparcidas [aparentemente, al azar] por un cielo profundo y limpio, miles y miles de millones de estrellas imperturbables a los fines de los hombres en este diminuto planeta [que no es sólo nuestro y que además conoce su destino: el cuándo le alcance depende de la medida de nuestra Estupidez, de nuestra Codicia, de nuestra Soberbia, de la medida de nuestro Ego, de nuestro Antropocentrismo idiota, ciego y extremadamente predatorio.] El Hombre camina [como puede] bajo esas estrellas porque no sólo le espolea el hambre o la sed [esas nobles necesidades], sino también porque hay sed y hambre de verdad y conocimiento [de sí mismo, de los otros, de lo cognoscible y de lo que no lo es.] La curiosidad es indispensable para sobrevivir. Es caminante, peregrino, viajero y lo es tras una estela inasible y abandonando sutiles huellas [o versos, tal vez, inútiles] por doquier que el mar del tiempo se llevará a no sé dónde ni cuándo [como estas mismas palabras que ahora y aquí escribo: un mensaje en una botella.] Es la alquimia de los días, al crepúsculo, el oro de Ulises. Los días pasan y segregan, depuran al menos dos versos mal rimados: del plomo de la realidad vivida, de las horas de cinc, de las visiones de azufre de la vigilia, del lapislázuli del sueño. Se subliman en oro converso, en gotas contables, en uno, dos o cuatro versos significantes de lo insignificante, de las cosas pequeñas que son, que nos pasan. Se transmutan en materia poética: en conjunción, las palabras y los días... Invierno, 2005 | Daniel Espín López
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martes, diciembre 20, 2005
EL CAMINO EN INVIERNO
"... en la casa de la poesía no permanece nada sino lo que fue escrito con sangre para ser escuchado por la sangre." Pablo Neruda, Para nacer he nacido.
No quiero demorar más lo inevitable, el viaje de los viajes, el del solsticio de invierno hacia Santiago de Compostela, el que fluye [cuanto más lejos, más cerca] sobre esa rambla de areniscas movientes, de ancestrales tortugas de un Zenón casi vencido, las que pacientemente rugen en el valle y, por la ceremonia en oleajes de la nevada caída, alcanzan de a poco y recubren la cordillera de salomónicas o belleza en la distancia desvaneciente [por ser la agonía del Oeste un rosario de cánticos vesperales en tonos burdeos y blanquísimos pastel] o algo más que todo eso quizá.
Y los pasos encontrados [o perdidos] se desgranan sobre las hojas [como por alfombra mágica] de gota en gota, caedizos desde los pliegues pelágicos de la caverna [donde muere el tiempo de suyo en sacrificio a la luz del aire eléctrico del tránsito, en el sacro rompimiento de las coordenadas habituales] al centro mismo del claustro merodeando los rosales, donde la alegría es una fuente de palabras amables por fin balbuciendo la claridad del paisaje: en el abrazo con las transparencias [hendiendo los ojos húmedos] de lo inútilmente divino y de la fe en lo humano, si no esperas escasamente [al menos lo posible]; en el motín de las aves aleteadoras desde el légamo que huyen como oraciones quizá vanas, ¿aún cuántas preguntas tiemblan como lejanísimos chopos en todos los viajes de invierno que se me vienen a las mientes, en esta veladura de imaginarse el poeta caminante como una figura sin enfoque perdiéndose en el sendero como una mancha de color junto a los otros colores sobre blanco atmosférico y texturas pastosas también sin apenas lindes?
[No quiero demorar más lo inevitable, el viaje de los viajes, el que desnuda después de andarse ochocientos kilómetros...]
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