LA ALQUIMIA DE LOS DÍAS [A modo de prólogo]La bitácora [que hojeas] comenzó a gestarse una noche fría de invierno cuando contemplaba las estrellas esparcidas [aparentemente, al azar] por un cielo profundo y limpio, miles y miles de millones de estrellas imperturbables a los fines de los hombres en este diminuto planeta [que no es sólo nuestro y que además conoce su destino: el cuándo le alcance depende de la medida de nuestra Estupidez, de nuestra Codicia, de nuestra Soberbia, de la medida de nuestro Ego, de nuestro Antropocentrismo idiota, ciego y extremadamente predatorio.] El Hombre camina [como puede] bajo esas estrellas porque no sólo le espolea el hambre o la sed [esas nobles necesidades], sino también porque hay sed y hambre de verdad y conocimiento [de sí mismo, de los otros, de lo cognoscible y de lo que no lo es.] La curiosidad es indispensable para sobrevivir. Es caminante, peregrino, viajero y lo es tras una estela inasible y abandonando sutiles huellas [o versos, tal vez, inútiles] por doquier que el mar del tiempo se llevará a no sé dónde ni cuándo [como estas mismas palabras que ahora y aquí escribo: un mensaje en una botella.] Es la alquimia de los días, al crepúsculo, el oro de Ulises. Los días pasan y segregan, depuran al menos dos versos mal rimados: del plomo de la realidad vivida, de las horas de cinc, de las visiones de azufre de la vigilia, del lapislázuli del sueño. Se subliman en oro converso, en gotas contables, en uno, dos o cuatro versos significantes de lo insignificante, de las cosas pequeñas que son, que nos pasan. Se transmutan en materia poética: en conjunción, las palabras y los días... Invierno, 2005 | Daniel Espín López
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lunes, junio 13, 2005
RÉQUIEM. DIGAMOS QUE HABLO DE ETIOPÍA, O DE TANTOS OTROS EN ÁFRICA, ASIA, AMÉRICA LATINA...
"Estoy en la ciudad alzada para su orgullo por el rico, adonde la miseria oculta canta por las esquinas o expone dibujos que me arrasan de lágrimas los ojos. [...] La revolución renace siempre, como un fénix llameante en el pecho de los desdichados." Luis Cernuda. Las nubes. La visita de Dios.
Contemplando la pintura de Théodore Géricault, La balsa de la Medusa.
I
Cuánta esperanza en una línea de luz hacia el fondo les resta, se despeña la tarde en la balanza. A proa, el hombre alza los últimos brazos en honor a la última gota; en popa, el hombre que no mira en el campo de lo posible más que las raíces devastadas por la corporación de la voraz langosta, a la vez que diabólicamente siembra para la próxima recolección la simiente de la pobreza. Lo sabéis. La victoria no será vuestra. Será de quien truca el juego, del jugador armado de ventajas, de quien cuenta los dólares, de las cien mil ratas despavoridas hacia un lugar en la gloria opulenta, de los beneficiarios de vuestro testamento. Es fácil. Después lavan sus manos en su propio estiércol. Saben que las fauces avarientas de este lobo es el método que no duda, ¿por qué no educarlo? Al menos decapitar su desgarradora dentadura. Estos hipócritas prefieren dar limosna, remendar la infinitesimal mierda que les sobra, imponer tiritas a un cáncer y dejarlo tal cual, les jodería a la baja el montante de sus rentas. Deben comprarse, comprarte, comprarlo. Poseer cuanto puedan. Pobrecitos, al contrario, no serán nada ni nadie...
Amada África y vuestros hermanos en agonía en tantas latitudes, razas, religiones, lenguas, te mandaré flores y tal vez una carta cuando mueras, diré que te admiro por lo fuertes que son tus mujeres, lo dignos que son vuestros hombres, y luego callaré por respeto. Odiaré al mundo rico de lo inútil y superfluo.
II
Imaginas que Géricault daría la última pincelada en el cabello blanco del viejo cuando pregunta por Dios, dos o tres aldabonazos y nadie contesta, antes de caer al mar de los sargazos.
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