LA ALQUIMIA DE LOS DÍAS [A modo de prólogo]La bitácora [que hojeas] comenzó a gestarse una noche fría de invierno cuando contemplaba las estrellas esparcidas [aparentemente, al azar] por un cielo profundo y limpio, miles y miles de millones de estrellas imperturbables a los fines de los hombres en este diminuto planeta [que no es sólo nuestro y que además conoce su destino: el cuándo le alcance depende de la medida de nuestra Estupidez, de nuestra Codicia, de nuestra Soberbia, de la medida de nuestro Ego, de nuestro Antropocentrismo idiota, ciego y extremadamente predatorio.] El Hombre camina [como puede] bajo esas estrellas porque no sólo le espolea el hambre o la sed [esas nobles necesidades], sino también porque hay sed y hambre de verdad y conocimiento [de sí mismo, de los otros, de lo cognoscible y de lo que no lo es.] La curiosidad es indispensable para sobrevivir. Es caminante, peregrino, viajero y lo es tras una estela inasible y abandonando sutiles huellas [o versos, tal vez, inútiles] por doquier que el mar del tiempo se llevará a no sé dónde ni cuándo [como estas mismas palabras que ahora y aquí escribo: un mensaje en una botella.] Es la alquimia de los días, al crepúsculo, el oro de Ulises. Los días pasan y segregan, depuran al menos dos versos mal rimados: del plomo de la realidad vivida, de las horas de cinc, de las visiones de azufre de la vigilia, del lapislázuli del sueño. Se subliman en oro converso, en gotas contables, en uno, dos o cuatro versos significantes de lo insignificante, de las cosas pequeñas que son, que nos pasan. Se transmutan en materia poética: en conjunción, las palabras y los días... Invierno, 2005 | Daniel Espín López
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domingo, mayo 22, 2005
LA POESÍA DE LOS TELÉFONOS DE LA SELVA
Callan durante largos lustros, se cubren de ensimismamiento y polvo. Incluso no experimentas más que la sonoridad de las vajilla de cristal contra el viento en las horas que ignoran los relojes. No te afeitas, ni cortas el césped. El silencio invade como la selva, y el abandono se hace cargo del resto. Hasta olvido que existen los tambores que hablan, y hablas con el espejo para confirmar que no eres mudo, y eres alguien ontológicamente al menos, y perseveras. En este valle ni dios otorga una decente visita. Estoy cada vez más lejos del mundo, cada vez más solo.
Pero no te lo perdono, no olvides que amas las palabras, como extensión de un vibrante secreto, para temblar cuando las pronuncias en público en haces de luz, para contar lo que quieras aunque a nadie le importe
Sorprende sin embargo que un día esos teléfonos suenan. Por atrofia, no comprendo el código, no sé qué quieren decirme. No laten las palabras que me dicen, no sé qué son, parecen en clave. Excuse, no comprendo. ¿Puede hablarme desde dentro, como los ángeles hablaban en filacterias a sus santos?
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